Mañana volvemos a las urnas. Otra vez. Como el péndulo, los argentinos oscilamos entre las dictaduras que abolieron el sufragio y la manía de votar hasta seis veces por año, año de por medio.
El gran negocio electoral, que a la postre resulta ser, necesita amplificar ciertos mitos y confusiones, algunos de los cuales son verdades a medias y otras directamente puro cuento.
Amplificar miedos, falsos pronósticos y profecías muy poco probables es una práctica recurrente en el proselitismo nacional.
Esa especie de chifladura plebiscitaria que tenemos los argentinos acaba siendo una gran paradoja en un contexto con tanta pobreza y con necesidades básicas insatisfechas.
La mitad de los niños son pobres, uno de cada dos no cumple con las cuatro comidas, pero en los afiches los candidatos, los mismos de siempre y siempre, estallan de la risa. Parece una burla. ¿O es?
Repasamos aquí algunos -y sólo algunos- de esos temores y supuestas obligaciones que se difunden o se repiten en esta gran empresa electoral y que contienen dosis bastante pobres de veracidad.
La amenaza de los mercados
Mañana cambiará nada en la economía de los argentinos. Pasado tampoco, pese a que se agita el fantasma del amenazante “12-A”, que es el día después de las elecciones (costumbre anglófila de abreviar fechas, globalizada en 2001 luego del trágico 11-S).
Según quién gane, dicen que el dólar puede dispararse, el riesgo país explotar por los aires, la inflación escalar hasta cimas venezolanas y la tasa de interés de referencia subirse a un cohete lunar.
“Vamos a ver cómo reaccionan los mercados”, advierten con ceño fruncido los opinólogos expertos. Que son, en Argentina, casi cualquiera que se atreva a opinar.
Lo cierto es que “el mercado” local es tan pequeño que poco puede, en el corto y mediano plazo, impactar en la realidad del bolsillo del vecino.
Para dar un ejemplo, si la Reserva Federal de EEUU sube o baja apenas medio punto su tasa de interés, la estela del tsunami que llegue a las costas del Río de la Plata puede equivaler a mil bolsas de comercio argentinas.
En modo más simple, somos una economía tan pequeña y endeudada que dependemos cien veces más de lo que ocurre afuera que de aquello que rompemos adentro.
Si sube demasiado el precio de los granos que exportamos, por ejemplo, podemos salvarnos, lo mismo que si se desploman, podemos hundirnos.
Un filtro muy caro
Mañana también cambiará nada en la política argentina. Fácticamente, las PASO son sólo una encuesta, por cierto muy costosa, cuyos resultados finales y reales se conocerán en octubre.
Se trata de una instancia que de internas tiene bastante poco, ya que la mayoría de los partidos compiten con listas únicas.
Las PASO, de hecho, funcionan como un filtro que depura la oferta para la recta final.
Algunos quedarán afuera de la contienda -los que no superen el 1,5% de los votos- y empezarán a acomodarse despacito, suavemente, para donde el sol entibie un poquito más.
La hiperpolarización, con camisetas intercambiadas y jugadores que ya pasaron por todos los equipos de la Superliga, será un hecho indiscutible dentro de dos meses. Le pese a quien le pese (que no son pocos).
El único interrogante real es saber si el ganador conseguirá el margen suficiente para hacerlo en primera vuelta o deberá desempatar en un balotaje.
De la obligación al derecho
Si bien la última letra de la sigla PASO nos advierte que son obligatorias, como todos los comicios generales en Argentina donde se eligen autoridades ejecutivas, en la realidad nunca se aplican sanciones para los que no concurren a sufragar.
Argentina es uno de los apenas 20 países en el mundo, sobre 194 reconocidos por la ONU, donde votar es una obligación. En el resto del planeta, es decir en el 89,7 % de los Estados, votar es un derecho antes que una obligación.
Quienes no concurran a elegir mañana deberán pagar una multa de $ 50, mientras que en octubre, quienes no lo hagan tendrán que abonar el doble, o sea $ 100.
También advierte la Junta Nacional Electoral que los infractores no podrán realizar trámites en organismos estatales durante un año. Esto, normalmente, nunca se aplica.
Generalmente, luego de una elección se dicta por decreto una especie de amnistía que indulta a todos los transgresores. Y son actos que rara vez se hacen públicos, quizás para no promover el ausentismo.
Sin embargo, ya decía el maestro de periodistas Miguel Ángel Bastenier: “el objetivo del periodismo no es el bien común, sino contar cómo son las cosas”.
Viene el apocalipsis
Triunfe quien triunfe estamos condenados a desaparecer. Al menos esto se desprende de las amenazas de las principales fuerzas agrietadas.
De un lado nos avisan que si gana el oficialismo nos encaminamos hacia la extinción de la Patria y que pasaremos a ser una sucursal prostituida del FMI.
Del otro bando -¿o facción?- nos alertan que si volvemos al pasado iremos directo y sin escalas hacia el modelo venezolano, hacia el ocaso inevitable de la República perdida.
Ergo, si confiamos en alguna de las dos opciones sabemos que contamos con el 50% de posibilidades de que el país desaparezca. Y si no confiamos en ninguna de las dos tenemos el 100% de las chances de ver el apocalipsis.
Lo mismo que si creemos que ambos tienen algo de razón: la expiración es inevitable.
Quizás, y sólo quizás, nos acerque algo de tranquilidad saber que la Argentina prácticamente el único país de la Tierra, excepto los cuatro o cinco más pobres del mundo, que lleva más de medio siglo de crisis económicas ininterrumpidas, con una pobreza estructural que alcanza a un tercio de su población, desde 1974.
Suponer que ahora, tan de golpe y apenas por una elección de tantas, esto va a cambiar y vamos a desaparecer, o bien como Patria o bien como República, suena, cuanto menos, bastante temerario.
Ni Nostradamus se animaría a tanto. Incluso, es osado hasta para la inverosímil clase política argentina.
Es de suponer, entonces, que tenemos enormes probabilidades de no extinguirnos y de seguir, por mucho tiempo, igual de mal que desde hace medio siglo.
La veda que no veda
Similar a la subdesarrollada obligatoriedad del voto, en Argentina rige otra imposición arcaica y tercermundista: la célebre veda electoral.
Según el artículo 71 del Código Electoral, durante los comicios la gente no se puede reunir en grupos a menos de 80 metros de las mesas de votación, por ejemplo, entre una larga lista de dislates que jamás se cumplen a lo largo de todo el territorio nacional.
Para comprobar lo que decimos, concurran este domingo a cualquier plaza que tenga una escuela cerca y verán, como en la plaza Urquiza junto al Colegio Nacional, paseos repletos de gente a metros de donde entran y salen electores.
Otros ejemplos de prohibiciones que muy pocos respetan son: proselitismo de cualquier tipo, repartos de boletas cerca de las escuelas, difusión de encuestas, sondeos o proyecciones sobre los resultados o venta de bebidas alcohólicas, entre otras.
Tal vez una de las prohibiciones más zonzas y a la vez injustas es la que restringe la propaganda electoral.
La Justicia obliga a los medios nacionales, regionales, provinciales y hasta barriales a abstenerse de difundir publicidad, mientras los anuncios transcurren masiva y libremente por las redes sociales.
Castigamos a la radio de Amaicha del Valle, por ejemplo, que emplea a familias del pueblo, pero permitimos que multinacionales como Facebook, Twitter, Google o Instagram embolsen millones de dólares que salen del bolsillo de los argentinos, publicando spots, videos, encuestas y todo lo que quieran, con un alcance más masivo que todos los medios tradicionales, locales y populares. Estamos para chaleco, como decían antes.
Entre fiesta y fiesta se van millones
Esta “gran encuesta nacional” nos cuesta a los argentinos nada menos que 4.000 millones de pesos, casi el 40% de lo que sale todo el proceso electoral de este año, cuyo costo asciende a unos 11.000 millones de pesos, según informó el secretario de Asuntos Políticos e Institucionales del Ministerio de Interior de la Nación, Adrián Pérez.
El enorme gasto que genera la política argentina resulta cuanto menos inmoral en un país con casi 15 millones de pobres y 3 millones de indigentes. Y en aumento.
Genera gran impotencia si pensamos que además atravesamos estos procesos electivos año de por medio. Nos pasamos la mitad de la vida en campaña o votando. De llegar a un balotaje, hay distritos argentinos que habrán asistido a las urnas seis veces este año. ¿Qué sentido tiene semejante despropósito y derroche?
No se trata de demonizar el valioso e imprescindible acto electoral, base de una democracia que costó tanto dolor, sino de eficientizar y sintetizar los procesos, hacerlos más austeros, más sinceros, modernizarlos, sacudirles el polvo de las leyes inviables y caducas y, más que nada, de entender que somos un país pobre, o empobrecido, si se quiere, lo que hace que sea doblemente criminal perder tanto tiempo y dinero en un pavoneo de egos y tilinguerías, repleto de hipocresías que después de cada elección se caen solas. Yo paso.